Del terremoto en Haití a la migración en México: así descubrí mi vocación humanitaria 

Un terremoto de magnitud 7.0 sacudió Puerto Príncipe, la capital de Haití, el 12 de enero de 2010. Se estima que más de 100,000 personas murieron, 200,000 resultaron heridas y un millón quedaron sin hogar.
Un terremoto de magnitud 7.0 sacudió Puerto Príncipe, la capital de Haití, el 12 de enero de 2010. Haití 2010. © Andreas Dekkers/MSF

¿Conoces el desconcierto? Él y yo nos conocimos el 12 de enero de 2010 en mi natal Haití. Navegó con gran pompa, sucediendo a su voluntad el terror de lo desconocido después del terremoto.  

Por Barbara Bazile, mediadora cultural de MSF en Reynosa y Matamoros 

Acababa de volver de la escuela ese día y tenía tanta hambre que ni siquiera pensé en quitarme la ropa antes de servirme la comida. Después ya no tendría tiempo para cambiarme, pero aún no lo sabía. Ese día mi vida estaba a punto de cambiar para siempre: iba a enfrentar el pánico, la desesperación y especialmente el miedo crónico de que la tierra comenzara a temblar nuevamente. Nunca imaginé que entre 200 y 300 mil haitianos perderían la vida en este desastre natural sin antecedentes.  

 

Un terremoto de magnitud 7.0 sacudió Puerto Príncipe, la capital de Haití, el 12 de enero de 2010. Se estima que más de 100,000 personas murieron, 200,000 resultaron heridas y un millón quedaron sin hogar.
Un terremoto de magnitud 7.0 sacudió Puerto Príncipe, la capital de Haití, el 12 de enero de 2010. Haití 2010. © Andreas Dekkers/MS

 

¿Cómo podemos sanar de tal catástrofe?  

De hecho, esta es una ocasión en la que esta palabra se alinea perfectamente con su definición.  

El polvo salía del techo, mi plato saltaba la cuerda y entonces entendí lo que estaba pasando. Seguí a mi prima para tomar refugio en mi habitación; pensé que no íbamos a lograrlo. Al ser Haití una tierra montañosa, tuve una visión bastante amplia de lo que sucedía en los alrededores: casas de más de cinco pisos se derrumbaban, cuerpos se lanzaban al vacío -todavía me pregunto si fue la violencia del terremoto o un intento desesperado por salvar su vida-, el polvo de los primeros escombros y el ruido ensordecedor de los crujidos de piedra de las profundidades de la tierra sobrepasaba mi comprensión. Era como estar parada en un columpio gigantesco que navega de izquierda a derecha, a una velocidad que aumenta paulatinamente.  

¡Y luego la calma! 

Nunca Haití había conocido un silencio tan solemne, una forma de despedida temerosa de quienes no tuvieron tanta suerte como nosotras. El miedo hace temblar, tartamudear, pero las sacudidas no dejaron lugar a las preguntas.   

¡Estábamos mal! 

En la tercera réplica, mi hermana nos sacó de la casa y fue entonces cuando oí gritos que se elevaban por todas partes. “¡Ayuda, ayuda!”, gritaban. ¿Qué podía hacer? Estaba físicamente sana y salva, pero mi mente había desaparecido. Nos reunimos en un terreno baldío lo suficientemente grande para contener a la gente de la zona; los primeros sobrevivientes del terremoto salían de los escombros y, como si la naturaleza quisiera disculparse por su acto, el cielo se volvió rojo.  

Los días siguientes no auguraban nada bueno. Nada importaba más que encontrar a sus seres queridos; los teléfonos móviles ya no funcionaban, no había ningún medio de transporte, todo se hacía a pie, todos dormían al aire libre y el gobierno estaba desbordado. Fue entonces cuando descubrí el mundo humanitario y desde entonces supe que en algún momento sería parte de ese mundo.   

Ignoraba toda la logística que había detrás, pero comprendí enseguida la importancia de esta ayuda de la que se dependía para sobrevivir. Organizaciones no gubernamentales como Médicos Sin Fronteras (MSF) se movilizaron para proporcionar atención médica a los más necesitados. Yo, no hablaba, solo observaba.  

 

Dalila, de 29 años, y su hija de seis meses, Blandina, viven en el albergue para migrantes "Senda de Vida" en Reynosa, México. Dalila salió de Haití en 2017 y pasó más de cuatro años en Chile hasta que ella y su esposo decidieron buscar seguridad y dignidad en Estados Unidos.
Dalila, de 29 años, y su hija de seis meses, Blandina, viven en el albergue para migrantes “Senda de Vida” en Reynosa, México. Dalila salió de Haití en 2017. Agosto 2022. © Yael Martínez/Magnum

 

El impacto fue tal que tuvimos que refugiarnos en otro departamento del país, el Artibonite. Allí me reuní con otros grupos de ayuda, iglesias y asociaciones que hacían todo lo posible para satisfacer las inmensas necesidades. Permanecí allí más de un año para continuar mis estudios y fue hasta la universidad que descubrí el derecho humanitario internacional y me atrapó para siempre. Aprendí sobre la Magna Carta, los principios de Chantilly, el papel que jugó Henri Dunant en la creación de este derecho, la Comisión Internacional de la Cruz Roja, así como la historia de MSF. Estaba tan fascinada por este mundo que mi tesis de fin de carrera se basa en la atención prestada por Médicos Sin Fronteras a los haitianos.  

Cuando tuve que dejar mi país por México, había dejado a un lado ese mundo humanitario que tanto me atraía para concentrarme en mis estudios, pero el azar quiso otra cosa. Un amigo mío recibió una oferta vacante de Médicos Sin Fronteras para el puesto de traductor cualificado y me la envió. Las características del puesto indicaban un nivel 5, lo asocié inmediatamente con mi capacidad para traducir del criollo al español y viceversa. No me creía capaz, pero eso no tenía nada que ver. Temía tanto que me postulé al último minuto, a las 23:59.  

Unas semanas más tarde, recibí un mensaje preguntándome si todavía estaba interesada en el puesto. Luego hubo la prueba escrita y la entrevista. Sin saberlo, la aventura iba a comenzar. Incluso tuve que cambiarme de ciudad y a lo largo del trayecto me cuestionaba mi decisión. Mis dudas iban a calmarse cuando descubrí un equipo que hace todo con el corazón abierto, que da todo. He descubierto un mundo donde las personas a las que servimos son realmente la prioridad y sus necesidades están en el centro de nuestras consultas. Fue entonces cuando me di cuenta de que estaba en mi lugar.   

 

Mara, de 13 años, y su familia se alojan en el albergue "Kaleo" en Reynosa, México. Salieron de Haití hace dos años con la esperanza de encontrar una vida mejor.
Mara, de 13 años, y su familia se alojan en el albergue “Kaleo” en Reynosa, México. Salieron de Haití hace dos años con la esperanza de encontrar una vida mejor. © Yael Martínez/Magnum

 

Es un honor para mí, poder servir a los míos. Mi papel no es solo traducir palabras, sino también ser una mediadora entre los profesionales de MSF y mis compatriotas haitianos, dos culturas completamente diferentes. Mi dominio del inglés y el francés también me ha permitido servir a mis hermanos de África, ya sea de Angola, Zimbabwe, Congo, Burundi o cualquier otra persona procedente de países asiáticos como Rusia, Kirguistán o incluso Irán cruzando México para alcanzar una vida mejor.  

Ser mediadora intercultural es ser el soporte invisible que asegura la comprensión permitiendo la fluidez de la comunicación. Esto implica una responsabilidad infalible y requiere precisión. Descubrí una pasión, descubrí la belleza de la ayuda y descubrí una causa por la que luchar. Debía tener 13 años cuando descubrí el mundo humanitario y hoy ya formo parte de él.   

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