Guerrero: niños jugando a ser soldados

WOMEN FROM GUERRERO
Maria Santos fue responsable de actividades médicas del proyecto de atención médica y psicológica para víctimas de la violencia que Médicos Sin Fronteras lleva a cabo en Guerrero.
 
Ahora que ha concluido su misión, ella comparte una de sus experiencias trabajando en una comunidad situada en la sierra guerrerense, donde la violencia y la amenaza de posibles ataques entre grupos armados que se disputan la zona, se ha vuelto algo habitual entre los pobladores; entre ellos, niños y niñas, quienes están aprendido que las armas son el único medio para defenderse.
 
Junto con otros hombres estoy sentada en la puerta de un centro de salud en medio de la sierra en Guerrero, entre hermosas e inmensas montañas. Una zona de México en la que el crimen organizado, principalmente por razones de tráfico de drogas, es el que manda aquí. Este centro de salud se abre una vez al mes cuando Médicos Sin Fronteras viene a dar atención. Hace casi un año que nuestros equipos llegaron cuando ocurrió una balacera. Todavía no se han arreglado las fachadas de las casas, aún se pueden ver los agujeros que dejaron las balas. Nadie más quiere venir a trabajar aquí, ya que no se sienten seguros.
 
Frente a la violencia y el miedo algunas personas han optado por dejar sus pertenencias, sus hogares y sus recuerdos. Abandonarlo todo ante una situación que pareciera no tener tregua en el corto plazo. Han sido obligadas a desplazarse a sitios “más seguros” por lo general dentro del mismo estado. Otros se quedan a resguardar sus raíces y defender lo que es suyo aunque no resulte una tarea sencilla.
 
Tras organizar un poco los espacios y descargar algunas cajas de nuestra clínica móvil, comenzamos a dar consulta médica y psicológica, y a realizar algunos controles de embarazo y planificación familiar. El comité de salud del pueblo se encarga de que el centro esté limpio y la farmacia esté instalada.
 
El sol aparece en lo alto y la temperatura es agradable. Luego de la última consulta, salgo un momento del consultorio a la sala de espera, un espacio afuera de la clínica con banquitas de madera, y converso con los vecinos. La situación está tranquila, dicen. Hace tiempo que no sufren otro evento violento. Poco a poco van perdiendo el miedo. Hoy esto es más visible, hay fiesta en el pueblo y a lo lejos se escucha la música.
 
 
Por la calle se aproxima Julio, vive enfrente del centro de salud. Casi siempre lo vemos dar vueltas con su ropa de militar, su chaleco antibalas y una imponente arma de fuego cruzada a la espalda. Para él es algo normal portar su uniforme; viste como otros hombres en el pueblo. Nadie se atreve a llevarle la contraria. Se acerca con naturalidad, nos sonríe y saluda. Rápidamente entabla conversación con uno de nuestros compañeros del equipo logístico, se nota que le gusta platicar con él.
 
Yo me aproximo y le pregunto qué edad tiene y me responde que no lo sabe, que no está seguro. Calculo que tiene entre cuatro o cinco años. Nada de lo que porta es de verdad. Su ropa de militar en realidad es un pijama. El chaleco que usa parece hecho a partir de una mochila y su “arma” es un juguete de plástico. Simplemente le gusta imitar a otros hombres mayores del pueblo.
 
La normalización de la violencia es parte de cada día. Esta es la realidad que se vive aquí, compartida con las otras comunidades que visitamos para brindar atención médica y psicológica en la zona. En cada visita reconocemos y tratamos de hablar sobre las situaciones que viven y lo que están padeciendo. A menudo les decimos que no podemos cambiar su realidad pero lo que si podemos hacer es aliviar un poco su sufrimiento.
 
Julio hoy está jugando, pero en unos años, si la situación en su comunidad no mejora, probablemente ya no lo estará haciendo. Quizás su chaleco y arma serán reales. Quizás los tendrá que utilizar para defenderse.

 

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