“Mi mayor deseo es poder olvidar”: testimonio de trata en la frontera 

“El camino fue todo menos sencillo. Nunca imaginé que lo que me esperaba sería una experiencia tan dolorosa y marcada por el miedo, la violencia y la pérdida”. 

Nuestros equipos en Reynosa, Tamaulipas, realizan actividades de promoción de la salud en dos albergues de la ciudad.
Nuestros equipos en Reynosa, Tamaulipas, realizan actividades de promoción de la salud en dos albergues de la ciudad. México, 2022. © Anayeli Flores/MSF

En el Día Mundial contra la Trata de Personas, compartimos el testimonio de Amalia*, una mujer migrante en la frontera norte de México. “Me llamo Amalia*, salí de Nicaragua el 31 de agosto, con visa americana. Mi idea era visitar la Basílica de Guadalupe y, de paso, ver si había alguna posibilidad de seguir hacia el norte. Pero el camino fue todo menos sencillo. Nunca imaginé que lo que me esperaba sería una experiencia tan dolorosa y marcada por el miedo, la violencia y la pérdida. 

Desde El Salvador, los transportistas ya venían diciendo cuántos éramos: nicaragüenses, guatemaltecos, mexicanos. Parecía que pasaban información a alguien. En cada parada nos pedían dinero para seguir en el bus. Decían que era para “evitar problemas”. En Potosí nos bajaron a todos, menos a una familia mexicana. Éramos como 150 personas. Esa noche, pasaron camiones y nos montaron a la fuerza. Nos regresaron a Guatemala. Ya sin dinero, sin bolsos, sin ropa, decidimos volver a intentarlo. Esta vez subimos por veredas, con un grupo de 180 personas. Caminábamos de noche, con miedo, pero con la esperanza de llegar. Logramos avanzar por Veracruz, pero en la noche nos detectaron unos drones. Nos cegaron con una lámpara y nos encajaron armas en las costillas. No dejaban que les viéramos la cara. Ahí abusaron de niñas, frente a nosotros. Un padre viajaba con sus tres hijas adolescentes se abalanzó contra ellos para defenderlas de una violación… Vi cómo le dieron bala, fue la primera vez que vi morir a alguien en México. 

 

En Nuevo Laredo, un equipo móvil brindó asistencia humanitaria a la población haitiana y centroamericana, así como a desplazados internos que huyen de la violencia en diferentes partes de México. Así como recopilación de testimonios de trata en la frontera. 
En Nuevo Laredo, un equipo móvil brindó asistencia humanitaria a la población haitiana y centroamericana, así como a desplazados internos que huyen de la violencia en diferentes partes de México. © Yesika Ocampo/MSF

 

Mi hijo había sido amenazado en Nicaragua. A causa del estrés, se le desarrolló prediabetes. Nos acosaban en casa. Llegaban patrullas a buscarlo. Lo tuve que esconder varias veces. Luego me metieron presa a mí. Por eso tomamos la decisión de huir. Dejamos todo atrás. Nuestra casa, nuestra vida, todo. Sólo quería salvar a mis hijos y buscar un lugar donde pudiéramos estar en paz. 

En el camino, los buses nos cobraban montos injustos. Yo les decía que venía legal, pero igual me extorsionaban. Al llegar a México, dormí tres días en la calle porque los alquileres eran caros. Allí me asaltaron dos hombres en moto. Me robaron el dinero y el teléfono. Me quedé sin nada. Perdí incluso los papeles. Fue cuando me di cuenta que esto apenas comenzaba. 

La peor parte fue cuando pasamos por Reynosa. Me puse a vender dulces, bombones, lo que fuera, para reunir dinero. Un día me dirigía a comprar un boleto para seguir el viaje cuando me secuestraron. Nos llevaron a una casa. Separaban a hombres y mujeres. En la noche nos juntaban. Nos encerraban en cuartos donde no podíamos ni sentarnos, y si alguien lloraba, golpeaban al padre del niño. Yo fui violada repetidamente. Me golpearon por quejarme. Aún me cuesta respirar al recordarlo. Una vez, mientras me violaban, sentí que me desmayaba. Decían cosas horribles. Me sentí rota. Una mujer sin dignidad. No sabía si iba a sobrevivir. Vi morir niños y jóvenes en el trayecto. Nos golpeaban, nos arrojaban agua helada, nos obligaban a golpear a otras mujeres. Yo sentía que perdía la razón. 

Después nos llevaron a una bodega. Ya no tenía ni teléfono ni dinero. Me decían: “Aquí te vas a morir”. No sabía dónde estaba. Perdí el sentido de dirección. Estuve secuestrada unos 17 días. Me dolía el cuerpo, me dolía el alma. Una noche me desperté llorando. Soñaba que corría, que escapaba. Me había caído de la cama. Me dijeron que hablaba dormida, que lloraba. Ni yo misma me daba cuenta. 

Cuando logré llegar a Matamoros, ya con el pie enyesado, veía desde la ventana a niños sufriendo, pidiendo ayuda. Muchos quedaron en el camino, desaparecidos. Ayudé a personas heridas. Cargaba medicinas en mi mochila. Llevaba jeringas, pastillas para el estómago, para la diarrea. Pero ver morir niños me traumó. La comida no me entraba. Si veía algo rojo, me venía el recuerdo de la sangre. De mi propia sangre. No podía comer. Me costaba dormir. Me costaba pensar con claridad. Me sentía vacía. 

Recibí atención médica y psicológica por parte de Médicos Sin Fronteras. Estoy en tratamiento. Las psicólogas me han ayudado mucho. Pero aún tengo crisis. Con el frío vienen los recuerdos. Lloro dormida. Hablo sin darme cuenta. Me encierro en el baño cuando siento que todo vuelve. El encierro me afecta. Las condiciones del albergue son difíciles: cierran los baños, hay niños, pero no hay compasión. Escucho voces fuertes, gritos, y me siento en peligro otra vez. Me cuesta estar tranquila. 

Hay cosas que no puedo evitar. Hay palabras, tonos de voz, que me disparan recuerdos. Cuando pasa, me encierro a rezar. No salgo mucho. No quiero ver comida. Espero que lo que pasé no lo viva nadie más. Somos seres humanos. He tratado de disimular, pero es algo que queda marcado. Al menos que se proteja a los niños, que no vean ni vivan lo que yo vi. Los niños han visto demasiadas cosas horribles. Un día van a reaccionar, y me preocupa lo que puedan cargar. 

Mi mayor deseo es poder olvidar. Ya llevo dos meses y medio aquí. Y hay cosas que no se pueden borrar. Me siento muy lejos de la mujer que era. Fui madre y padre para mis hijos. Salí adelante sola desde los 23 años. Pero no encuentro el valor de contarles lo que me pasó. Temo afectar a mi hijo, que es prediabético. Mi hija tiene niños pequeños. No quiero que lo sepan. No quiero que sufran por mí. Espero poder superarlo. Tengo fe en Dios. Y le agradezco a los médicos que me han escuchado. Tengo esperanza de que un día, los corazones duros cambien, y que lo que vivimos muchas mujeres en el camino no se repita nunca más”. 

 

El testimonio fue tomado en Matamoros, Tamaulipasen febrero de 2024.

*Nombre ficticio para proteger la identidad y seguridad de la persona.  

Compartir