Colombia: Vidas truncadas en la cordillera del Cauca

Niger - 10 years of MSF - Nurse Elise Danzara- testimony

“Cuando empieza la balacera empieza uno, ay Dios mío, para allá para acá a encerrarse en la pieza, y las balas silban por encima de la casa. Los niños se agarran a la pierna y hay gritadera cuando ven un helicóptero. Eso es horrible, vivir una vida de esas. Y esa es la vida que estamos viviendo en todo el Cauca”.

“Cuando empieza la balacera empieza uno, ay Dios mío, para allá para acá a encerrarse en la pieza, y las balas silban por encima de la casa. Los niños se agarran a la pierna y hay gritadera cuando ven un helicóptero. Eso es horrible, vivir una vida de esas. Y esa es la vida que estamos viviendo en todo el Cauca”.

A Ana Silvia Muñoz el conflicto armado que enfrenta a grupos armados y las fuerzas gubernamentales desde hace 50 años en varias zonas del país le ha obligado a desplazarse varias veces.

Pese a la reducción del número de hostigamientos, ataques y combates, el miedo, el dolor y el silencio siguen acompañando la vida de la población de la cordillera del Cauca, en el sur de Colombia, una de las zonas de mayor actividad armada de todo el país y donde viven alrededor de 450, 000 personas según las proyecciones del último censo oficial.

El conflicto afecta especialmente a aquellas comunidades rurales, indígenas y campesinos, que viven en veredas muy remotas y que suponen el 20 % de la población en este departamento. La vida en estos pueblos parece tranquila. Las casas son simples y están desperdigadas por las montañas, rodeadas de plantaciones. Sus gentes trabajan en los campos de maíz, café o fríjoles y crían sus gallinas mientras los niños van al colegio más cercano, a veces a dos horas de camino, y juegan al fútbol como en cualquier lugar el mundo.

Pero el ruido de las balas y el zumbido de los helicópteros rompen con la tranquilidad y entonces sus habitantes, acostumbrados y resignados, corren a esconderse en sus casas o se desplazan a otros lugares cercanos con sus familias o amigos hasta que cesa la violencia y pueden volver.

Esas son las balas que truncaron la vida de Ana y su marido Carlos Héctor Zánchez hace un año. Como cada día, Carlos estaba sembrando café en su finca de la vereda de San Luís Arriba, en el Cauca. “Como a las dos empezó la balacera del frente. Vivimos entre dos lomas, y nuestra casa y nuestra finquita quedan en el medio cuando hay enfrentamientos. Nos encerramos en la pieza a almorzar. Al cabo de unos 45 minutos todo parecía tranquilo y mi esposo salió a ponerle comida a la perra”, relata Ana recordando con rostro serio. Le dispararon y cayó sobre los pies de su hija de seis años, que entró en la casa llorando pensando que su padre había muerto.

La bala le entró por la cara y le salió por las costillas, partiéndole la clavícula y dejándole el brazo inhabilitado de por vida. “Ya no puedo hacer las cosas solo, ya no puedo trabajar. La mano no me da para sostener nada mucho rato”, añade Carlos, tímido, mientras muestra sus cicatrices. Él era hasta entonces el sustento de la familia. Ahora no puede ni pagarse el desplazamiento para ir a ver al especialista, que está en Cali, a unas cinco horas de su casa en chiva, un autobús local, el único transporte público que hay para bajar de las veredas.
Ana se salvó de las balas, pero sufre estrés post traumático. “Nos quedamos muy mal psicológicamente por lo que pasó. Yo me la pasaba llorando. Estábamos en peleas, aburridos. Incluso la niña está mal y se ha retrasado en la escuela”, cuenta Ana, bajita y de complexión fuerte. “Cuando oye un helicóptero se va directa a la pieza y me dice que me esconda o me dice ‘Papi ahí vienen los malos”, añade Carlos. La niña tiene miedo.

Olvidados por el sistema de salud

El conflicto armado ha dejado años de secuelas psicológicas invisibles en la vida de las personas que sufren sus efectos de forma más directa. Sin embargo, el acceso a la salud mental en estos pueblos aislados de la cordillera es inexistente. No hay psicólogos disponibles para hacer consulta individual, ni en el primer nivel de atención ni en los hospitales de los municipios, que muchas veces están hasta a seis horas de trayecto por carreteras sin asfaltar.

Los psicólogos de MSF hacen terapia individual y grupal en los hospitales de los municipios de Cauca Cordillera y en sus veredas. De esta forma, las poblaciones dispersas también tienen acceso a las terapias psicológicas. Además, los psicólogos sociales trabajan con líderes de la comunidad, promotores de la salud, parteras y docentes en temas de prevención. El objetivo es formarlos para que puedan identificar qué personas necesitan remisión a un psicólogo o psiquiatra y que sean capaces de ofrecer primeros auxilios psicológicos en un primer momento cuando viven un episodio de violencia. En 2013, los equipos de MSF llevaron a cabo 974 consultas psicológicas en esta zona y formaron a 2852 personas.

“Muchas de las personas que han sufrido violencia sexual o eventos de conflicto armado recientes o no tan recientes y que sufren estrés post traumático nunca han recibido tratamiento psicológico”, cuenta Juliana Puerta, psicóloga de MSF que trabaja en la zona. “Encontramos niños con estrés post traumático, con terrores nocturnos y enuresis o que han sufrido abusos sexuales; adultos que sufren de temores y se sienten muy estresados”.
El marido de Elvia Pardo fue asesinado en 2005. Tardó ocho años en ver a un psicólogo. “Cuando pasó mi hijo menor tenía siete años. No quería salir, no quería ir al río a pasear. Estaba agresivo. Yo pensaba ¿qué le pasa a mi hijo? Él me preguntaba: ‘Mamá, ¿Por qué no busca al agresor o me da pistas?’ El rumor era que me iban a matar, que me estaban siguiendo. Yo salía de la casa y me parecía que nunca iba a volver. Que mis tres hijos algún día no volverían. Era un miedo tan horrible que yo quería meterlos en una cajita amarrados. Los nervios me estaban matando”.

Elvia, de 57 años, y su hijo, de 16, empezaron la terapia hace un año en la vereda de Las Guacas, en el municipio de Corinto, donde un equipo de MSF se desplaza una vez al mes. “Me dijeron que no debía vivir con este dolor y que podría superarlo. La terapia me ha dado motivación y fortaleza y me ha capacitado para ir a las comunidades a decirles que pueden salir adelante. Ya no tengo ese temor y he superado la muerte de mi esposo”, cuenta Elvia, líder comunitaria que ha sido formada.

Son muchas las historias que ponen de manifiesto la magnitud del miedo, el dolor y el silencio que afectan a estas comunidades. Y de la necesidad de que tengan acceso a un psicólogo que les ayude a cerrar heridas abiertas y a afrontar sus vidas mientras sigan condenados a sufrir por el conflicto.
 

+ ZOOM

© Ana Surinyach/MSF

 

 

En la vereda de las Guacas, que pertenece al municipio de Corinto, vive Ángela Patricia Serna, de 28 años, junto a su esposo y sus cuatro hijos. Trabajan en una finca. Su hermano y el padre de sus dos hijos mayores aparecieron muertos y desmembrados en 2008. “Mis hijos me preguntaban y me preguntan lo que le pasó a su papá. Yo les digo que en la vida hay que perdonar para estar uno bien. Pero ellos tienen rabia y me preguntan: ¿Por qué le hicieron eso a mi papá y a mi tío?” cuenta, intentando contener la emoción. “El mayor estaba muy triste, le echaba mucho de menos”. Hace unos meses empezaron a hacer terapia psicológica. “La psicóloga nos ayudó a superar ese dolor y me ha orientado mucho porque hay veces que una no sabe cómo explicarles las cosas a los niños. Con ella uno se desahoga.”

 

 

 

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© Ana Surinyach/MSF

 

 

 

 

El hijo de Rosa Inés Pissa desapareció hace nueve años. Su madre lo vio la última vez en su casa de Caloto, municipio del Cauca, cuando salió para hacer un examen para entrar en el ejército. Estaba amenazado. “Fue el 7 de septiembre de 2005. Cada vez que se acerca la fecha me pongo malita otra vez. Muchas veces cuando estoy en la cama pienso ¿dónde estará durmiendo? Porque mi corazoncito de mamá me dice que está vivo”. Esta mujer de 57 años y sonrisa contagiosa empezó terapia con un psicólogo de MSF en el hospital de Caloto. “Al principio me pasaba toda la hora llorando, poco a poco encontraba la manera de llorar menos y contar lo que me pasaba. Ahora ya puedo hablar de lo que me pasa e incluso salgo a pasear. El silencio es lo que me mata”.

 

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